Tenemos la certeza de que aquellos que murieron en la persecución religiosa de los años 30 gozan ya de la inenarrable visión del rostro de Dios. Sus muertes, perdonando a sus verdugos, nos siguen sorprendiendo y nos interrogan sobre el sentido que damos a la palabra “fraternidad” y la madurez de nuestra coherencia en la fe.
A ellos miramos en la cercanía de la fiesta de todos los santos. La palabra “mártir” significa testigo, y se dice de aquel que sigue dando testimonio de su fe incluso cuando su cuerpo es torturado. Eran personas normales, sencillas, gente buena que fue, en muchas ocasiones, elegida de uno y otro bando por el simple hecho de profesar la religión en un tiempo en el que algunos la asociaban con una determinada ideología.
Los mártires anónimos y los ya reconocidos regalaron al mundo, con sus muertes, un valioso signo de su amor fiel a Cristo, pero también tienen algo que decirnos a los cristianos de hoy. El Papa Juan Pablo II incidía en la importancia de dar a conocer no sólo a los santos de ayer sino también a los actuales, los que tienen nombre y apellido y a los que muchos de nosotros hemos conocido. Ellos, con su ejemplo, nos demuestran que es posible ser santos hoy. Basta con cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida y amarla hasta sus últimas consecuencias.
Estos santos constituyen para la Iglesia un impulso a su propia fidelidad. Como ellos, estamos llamados a dar hasta el último momento testimonio de la fe, la mansedumbre, el amor, el perdón y la certeza de la trascendencia. El mundo necesita razones evidentes de nuestra esperanza.